Me dijeron que le habían castigado por asomar la cabeza por debajo de una puerta que rozaba el suelo, por romper la cerradura con los dientes y por desatornillar las bisagras oxidadas con las uñas… Por eso, cuando cumplió su condena y salió, se marchó lejos de allí, casi al otro lado del planeta y puso una tienda de espejos de azogue.
Los espejos que vendía no tenían precio. Se lo ponía según quién entrara preguntando. A veces los regalaba y otras, el interesado no habría podido pagarlos nunca.
Los espejos que vendía mostraban el alma del que se reflejaba en ellos.
De imposibles...
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