Cortó un pedacito de la luna y me lo echó en el plato, encima de la mesa a la que yo me había sentado. Así, con mucha soberbia, como si me estuviera regalando algo preciado e inalcanzable. Pero si yo eso lo comía todos los días, y no solamente un trocito miserable, me comía la luna entera y ni tenía que esperar a que estuviese llena.
Pues… me comí aquel piquito de luna sin rechistar así como me tragué mi rabia. Me lo seguí comiendo todos los días y no le dije nada porque sabía que dentro de poco me habría dado, sin darse cuenta, un universo entero.
De todas maneras, la última pieza del rompecabezas celeste no me la pienso comer. La guardaré en mi bolsillo, porque sé también que, si me la como, voy a desaparecer en el deseo imposible de aquella caprichosa y antojadiza estrella fugaz.
Y por cierto ¿a qué sabe la luna?
ResponderEliminarLa luna sabe a queso manchego... ¡no me creo yo que no lo supieras, pepines! :-)
EliminarGracias por tu visita, MO.
ResponderEliminarMe gusta mucho tu estilo, pero mucho, mucho.
Mil gracias a ti, Miguelángel! Es todo un honor para mí que me hayas leído y comentado...! :-)
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