Aquel bigotito fino engominado de puntas
rizadas le delataba. También su voz de escarcha y su mirada verde de camaleón. Yo
sabía que me estaba regalando flores de humo. Fui haciendo un ramo gigantesco
que no abarcaban mis brazos ni aún poniéndome extensiones. Un día me lo llevé a
casa, busqué un buen jarrón chino para ponerlas todas, mirarlas y pensar: “Esta
me la dio aquel día que me manché de mermelada los zapatos... Esta otra me la
puso en el pelo cuando nos bajamos de la montaña rusa... Aquella de allí es la
que me encontré aplastada y pegada a la guía telefónica...” Lo que no me había
imaginado era que las flores de humo se disuelven en el agua. Me quedé con las
manos abiertas en un gesto absurdo que sujetaba nada, mirando un jarrón con
dibujos preciosos de originales dragones chinos, que me hizo no más darme
cuenta de lo vacío que se quedaba. Bajé entonces corriendo al bazar de los
vietnamitas y compré unas flores de pascua de plástico espolvoreadas con
purpurina dorada, que quedaron, eso sí, espectaculares en aquel florero
asiático.
Aquel bigote no lo volví a ver más. Se había desvanecido en una voluta de humo de tabaco que alcancé a ver justo a tiempo para poder leer su última palabra:
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