Se entrenaban para
estar muertos. Hacerse el difunto era el número que más expectación y revuelo
levantaba. Era al acercarse el cortejo fúnebre con sus caballos negros, su caja
de muerto lacada y adornada con cintas de raso y coronas de flores, cuando el
público enmudecía y el aire se hacía pesado e irrespirable. El mejor era aquél
que aguantaba más horas cadáver, el que se dejaba llevar y era enterrado en
vida en el Circo de la Muerte. Fue precisamente por eso, por lo que Prudencio, el
suicida, tuvo que hacerse trapecista.